“Los mensajes de odio degradan deliberadamente la democracia”
En Argentina, como en muchos otros países, la cultura del odio está calando hondo en la vida pública. No es un accidente: es una estrategia consciente de quienes aspiran al poder absoluto. El insulto, la descalificación, la demonización del otro no son simples excesos verbales, sino herramientas políticas para degradar la democracia, fracturar la convivencia social y acumular poder sin límites.Cómo líderes como Javier Milei lanzan campañas plagadas de agresiones verbales, no solo contra oponentes políticos como Axel Kicillof, sino contra cualquier voz crítica. Esta forma de comunicación —basada en el insulto permanente— convierte el debate público en un campo de batalla emocional. No hay argumentos, solo gritos. No hay adversarios, solo enemigos. En ese clima, las instituciones democráticas se debilitan, y la ciudadanía, cansada y frustrada, se vuelve cómplice pasiva de su propio empobrecimiento cívico.
Esta estrategia encuentra respaldo social. El odio se legitima en las urnas y en las encuestas. Es cómodo odiar cuando se ofrece como solución fácil a problemas complejos. Se instala un pensamiento binario: nosotros o ellos, pueblo o antipueblo, buenos o casta. La realidad se reduce a eslóganes, y el que piensa distinto pasa a ser un traidor.
Las redes sociales agravan el problema. Actúan como cajas de resonancia del odio: algoritmos que solo nos muestran lo que confirma nuestros prejuicios, creando un mundo a medida de nuestras emociones. En ese ecosistema, la verdad pierde valor. Importa más el relato que construye identidad, no el hecho que informa.
El periodismo también es víctima y a veces cómplice. A los periodistas se los ataca sistemáticamente si son independientes. Se los señala, se los escupe, se los odia. Al mismo tiempo, surgen medios de comunicación convertidos en aparatos de propaganda, que refuerzan la narrativa de una facción y alimentan el tribalismo político. El periodismo que claudica deja de cumplir su rol democrático, y sin prensa libre, la democracia se ahoga.
Esta degradación no es casual, es funcional. La crispación perpetua favorece a los autoritarios, que necesitan enemigos para justificar su avance sobre la república. Porque quien quiere imponer una verdad única, necesita primero callar todas las otras.
Por eso, es urgente denunciar y frenar esta cultura del odio. No se trata de defender a tal o cual político, sino de defender nuestra convivencia, nuestra democracia, nuestra dignidad como sociedad. Porque el odio no es una forma de hacer política. Es una forma de destruirla.
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