Líderes del siglo XXI
: cómo capturan el Estado y lo convierten en su instrumento de poder
En pleno siglo XXI, mientras se proclama la defensa de la democracia, los derechos humanos y las instituciones republicanas, una ola de líderes con perfiles autoritarios, personalismos extremos o discursos polarizantes ha llegado al poder —y lo que es más preocupante, muchos logran consolidarse en él por años o incluso décadas.
No se trata de una ideología específica. Hay conservadores, populistas de izquierda, neoliberales extremos y socialdemócratas tácticos. Pero todos comparten una estrategia común: la colonización del Estado para construir una maquinaria de poder real que les garantice control, impunidad y continuidad.
Desde Vladimir Putin en Rusia hasta Xi Jinping en China, pasando por Donald Trump, Cristina Kirchner, Pedro Sánchez, Recep Tayyip Erdoğan, Benjamin Netanyahu, Nicolás Maduro y más recientemente Javier Milei en Argentina, el fenómeno es global. Cada uno, con sus matices, ha logrado neutralizar o someter los contrapesos institucionales. Y muchos, incluso después de dejar el poder, continúan ejerciendo una gravitación decisiva sobre el Estado.
¿Qué tienen en común estos líderes?
La respuesta es más profunda de lo que parece. No se trata solo de sus gestos autoritarios, de sus redes clientelares o de sus modos agresivos de comunicación. Lo que los define es su capacidad para fundirse con el aparato estatal, convertirlo en extensión de su voluntad y evitar que el sistema político pueda regenerarse.
Estos líderes no gobiernan dentro del Estado: lo transforman en su herramienta. Desde allí disciplinan a jueces, compran lealtades parlamentarias, controlan medios públicos, cooptan organismos independientes y multiplican favores a través de contratos, subsidios o empleos públicos. A la vez, persiguen opositores o críticos, ya sea con mecanismos legales (como el lawfare o la reforma judicial a medida), con aparatos de propaganda o con estrategias de persecución económica.
Una vez consolidado, este esquema se convierte en una jaula institucional: aunque el líder caiga, la estructura persiste. Los funcionarios fieles siguen, los medios aliados siguen, los operadores judiciales siguen, y el relato instalado durante años queda flotando como sentido común.
El método: enemigos, épica y simplificación
Gran parte del éxito de estos dirigentes reside en su manejo del discurso. Ya no apelan a grandes planes racionales o ideas complejas. Usan frases cortas, apelan al enojo social, dividen el mundo entre “nosotros y ellos” y construyen épicas de confrontación.
Putin lo hace con el nacionalismo ruso y el “asedio occidental”. Xi Jinping con la restauración del “gran orgullo chino”. Trump con la idea de “Make America Great Again” contra inmigrantes y progresistas. Cristina Fernández lo ha hecho posicionando al kirchnerismo como víctima de los “poderes concentrados”. Pedro Sánchez ha tensado los límites institucionales con pactos de gobernabilidad que dividen a España entre “progresistas o ultraderechistas”.
Milei, por su parte, eleva la agresividad a un nuevo nivel, no sólo insultando adversarios sino también atacando instituciones fundamentales (como universidades, salud pública o medios) en nombre de la “libertad”. Pero esa libertad se traduce en concentración del poder bajo su figura.
El discurso está diseñado para polarizar y anular el debate. Si estás en contra, sos enemigo. No hay grises. Esto impide el disenso legítimo, deteriora el pluralismo y convierte la política en un espectáculo de lealtades ciegas.
La captura institucional
Pero el verdadero núcleo del problema está en cómo se capturan las instituciones republicanas. Veamos algunos ejemplos:
Putin ha reformado la Constitución para perpetuarse en el poder y eliminar opositores, como lo muestra el caso Navalni. Rusia, bajo su régimen, dejó de ser una democracia incluso formal.
Xi Jinping eliminó el límite de mandatos y ejerce un control total del Partido Comunista, del ejército y de la información. China es hoy el mayor Estado de vigilancia digital del planeta.
Erdoğan purgó el poder judicial, la prensa y las fuerzas armadas tras el intento de golpe en 2016. Su control es casi total, en nombre de la seguridad nacional.
Maduro, en Venezuela, eliminó la división de poderes, desmanteló el Congreso opositor y controla el aparato electoral. Es un Estado al servicio de la permanencia en el poder, no de sus ciudadanos.
Cristina Fernández de Kirchner, durante su presidencia y aún después, moldeó el poder judicial, el Congreso y la estructura estatal para consolidar una red de lealtades. Incluso fuera del poder formal, mantiene influencia a través de funcionarios, gobernadores, movimientos sociales y medios aliados.
Pedro Sánchez ha sido señalado por pactos con fuerzas secesionistas o nacionalistas a cambio de gobernabilidad, tensando el equilibrio institucional español, con concesiones que en otro contexto habrían sido escandalosas. La crítica no es sólo de derecha: también proviene de exdirigentes de su propio espacio.
Trump, aunque no logró consolidar el control institucional, sentó un precedente brutal: mintió abiertamente, alentó una insurrección y creó una base de fanáticos que aún hoy sostiene teorías conspirativas sin pruebas. Su figura demuestra que la democracia también puede morir en manos del voto popular.
Netanyahu ha utilizado su poder para sostenerse incluso con múltiples causas judiciales encima, apelando al miedo constante del conflicto con Palestina y a alianzas con fuerzas ultraconservadoras.
Milei, en pocos meses, intenta refundar el Estado como un campo de batalla ideológico. Pero lo hace debilitando ministerios, concentrando decisiones y neutralizando cualquier espacio que lo contradiga, mientras profundiza la desigualdad. Su obsesión con “eliminar la casta” ha derivado en una consolidación personalista inédita para un gobierno tan reciente.
¿Por qué siguen ganando? ¿Por qué los votamos?
La pregunta que incomoda: si tantos son autócratas, ¿cómo es que logran apoyo popular?
La respuesta está en la crisis de representación, la desigualdad y el fracaso del sistema anterior. El neoliberalismo dejó países quebrados. El progresismo dejó corrupción. Las democracias delegativas —donde el ciudadano solo elige y no participa— perdieron legitimidad.
En ese vacío, estos líderes ofrecen certezas. Simplifican lo complejo. Canalizan bronca. Apelan a lo emocional. Y en un mundo dominado por redes sociales y algoritmos que premian el escándalo, la serenidad se vuelve invisible.
Además, muchos votantes no buscan un estadista: buscan un vengador. Alguien que castigue a quienes “les arruinaron la vida”. Y eso es caldo de cultivo para el autoritarismo.
La trampa invisible: el Estado cautivo
Una vez que estos líderes moldean el Estado a su medida, ya no basta con sacarlos del poder. Porque el verdadero poder no está solo en la presidencia: está en las redes clientelares, en la Justicia colonizada, en los medios afines, en las fuerzas de seguridad, en los relatos impuestos por años.
Cristina, por ejemplo, aún fuera del Ejecutivo, continúa influenciando jueces, intendentes, legisladores y militantes. Maduro sostiene un país en ruinas con apoyo armado y diplomático. En China o Turquía, oponerse al gobierno puede significar cárcel. Incluso en democracias como EE.UU. o España, la polarización ha generado un bloqueo institucional casi permanente.
Desmontar esas estructuras es mucho más difícil que ganar una elección.
Conclusión: no es solo un problema de líderes
Este fenómeno no puede analizarse solo como un desfile de egos peligrosos. Es la consecuencia de un sistema que dejó de ofrecer alternativas confiables. Mientras la política no recupere su capacidad de resolver problemas reales y de inspirar confianza, seguiremos atrapados entre el cinismo y la obediencia ciega.
Y si no desmontamos estos sistemas, lo que se instala no es solo un mal gobierno: es una cultura política enferma, donde el ciudadano ya no espera justicia, sino milagros.