jueves, 19 de junio de 2025

UN RETROCESO DEMOCRATICO

 

Un retroceso democrático con perfume a cacerolazo

¡Qué lindo regalo nos dejó el gobierno de Javier Milei y Patricia Bullrich! Con el decreto 383/2025, la Policía Federal Argentina (PFA) ahora tiene vía libre para meterse en nuestras redes sociales, allanar casas sin pedir permiso a un juez y detener a cualquiera porque, bueno, “parece sospechoso”. ¿El modelo? Nada menos que el FBI, porque claro, qué mejor idea que importar recetas yanquis para “modernizar” nuestra democracia. ¡Aplausos para el ingenio criollo!

Empecemos por lo básico: la Constitución Nacional, esa reliquia que algunos parecen usar como posavasos, dice clarito en los artículos 18 y 19 que la intimidad es sagrada, el domicilio es intocable y cualquier detención o allanamiento necesita una orden judicial. Pero no, para qué respetar esos detalles aburridos si con un decretazo podemos darle a la PFA un pase libre para jugar a los espías. “Sospecha razonable”, dicen. ¿Y eso qué es? ¿Que te vieron con una remera de la oposición? ¿Que compartiste un meme contra el ajuste? ¿O que simplemente no les gusta tu cara? Con este nivel de vaguedad, prepárense para que los barrios populares, los piquetes y los tuiteros incómodos sean los primeros en la lista de “sospechosos”.

Y hablando de redes sociales, agárrense: ahora la poli puede husmear tus publicaciones, tus chats, tus likes, todo sin un juez que supervise. ¿Quién decide qué es un “indicio”? ¿El oficial Gómez que no sabe diferenciar un tuit irónico de una amenaza? Sin reglas claras, esto es un cheque en blanco para que el Estado te espíe como si fueras el villano de una película de Hollywood. ¿Libertad de expresión? ¿Privacidad? Pfft, conceptos del siglo pasado. Mejor autocensurarse antes de que un retuit termine con un patrullero en la puerta de tu casa. Bienvenidos al Gran Hermano, versión porteña.

Encima, este decretazo llega justo cuando la calle está que arde por el ajuste económico. ¿Casualidad? Permítanme dudarlo. Con movilizaciones a cada rato, este “superpoder” policial huele a herramienta para apagar cacerolazos y silenciar protestas. Porque, claro, nada dice “democracia” como darle a la policía carta blanca para decidir quién es un peligro público. Organismos de derechos humanos ya lo dijeron: esto no es seguridad, es represión con perfume de legalidad. Yitself

¿Y la excusa de “combatir el delito complejo”? Por favor, no insulten nuestra inteligencia. El INECIP ya lo explicó: más poder policial no equivale a mejor investigación. Sin formación seria, tecnología moderna ni cooperación judicial, esto es puro show punitivista. Es como ponerle un motor de Ferrari a un Fiat 600: mucho ruido, pero no va a ningún lado. Si quieren desmantelar redes criminales, inviertan en inteligencia, no en garrotes.


Lo peor de todo es el método: un decreto. ¿Para qué molestarse con el Congreso, ese lugar donde se supone que se debaten las cosas importantes? Milei y Bullrich prefieren el atajo autoritario, pasando por encima de la división de poderes como si fuera un charco. Esto no es una “modernización” de la seguridad, es un retroceso al manual del perfecto autócrata: menos controles, más discrecionalidad y un guiño a los que aplauden la mano dura desde el sillón.

En resumen, el decreto 383/2025 es un boleto de ida a una Argentina donde la arbitrariedad manda y la democracia es un souvenir. Si la idea es seguridad, háganlo bien: con leyes debatidas, controles serios y respeto por los derechos. Si no, esto es solo un cacerolazo reprimido a decretazos, y el próximo sonido que escuchemos no será el de las ollas, sino el de las libertades cayéndose a pedazos.

Los Peligros de la Extrema Derecha:

 Los Peligros de la Extrema Derecha:

Un Grito contra la Represión y el Miedo.

La extrema derecha no es solo un grupo con opiniones fuertes; es una amenaza directa a la libertad, la democracia y la convivencia. Bajo la fachada de "orden", "patriotismo" o "lucha contra la casta", promueven prácticas que silencian, dividen y asfixian a la sociedad. En Argentina, las acciones de Javier Milei y su entorno son un ejemplo alarmante: desde atacar la libertad de expresión hasta fomentar la vigilancia ciudadana en redes sociales, sus métodos son un peligro claro y presente. Este texto es un llamado urgente a rechazar estas prácticas autoritarias que buscan amordazar a la gente común y corriente, a vos, a mí, a todos los que queremos vivir en un país donde opinar no sea un delito y protestar no signifique arriesgarse al acoso o la represión. 
Un Ataque Directo a Nuestras Libertades La extrema derecha no se conforme con debatir ideas; Quiere imponerlas a la fuerza. Sus prácticas no son solo discursos encendidos, son concretas que erosionan los cimientos de una sociedad libre acciones. ¿Cómo lo hacen? A través de la represión, la censura y la creación de un clima de miedo donde nadie se atreva a alzar la voz. Veamos cómo: 

Silenciar a los que protestan: La extrema derecha ve las manifestaciones como una amenaza, no como un derecho. En Argentina, Milei y su gobierno han impulsado medidas para criminalizar la protesta, tildando a manifestantes de "vándalos" o "terroristas". Esto no es nuevo: en España, Vox ha propuesto multas y disoluciones de marchas pacíficas bajo excusas de "orden público". En Hungría, Viktor Orbán ha restringido dónde y cómo se puede protestar, haciendo casi imposible cualquier oposición pública. Esto no es defensor del orden; es sofocar la libertad de expresión y reunión. Controlar lo que se piensa y se enseña: La extrema derecha quiere una sola versión de la historia y los valores. En Argentina, Milei ha recortado fondos a universidades públicas y áreas culturales, como la Universidad Nacional de las Artes, porque son espacios donde se piensa diferente, se critica, se crea. En Brasil, Jair Bolsonaro intentó censurar libros y contenidos educativos que no encajaban con su visión conservadora. En Estados Unidos, el gobernador Ron DeSantis ha prohibido enseñar sobre racismo sistémico o diversidad en las escuelas. Esto no es proteger a los chicos; es adoctrinarlos en una sola forma de pensar, borrando la libertad de aprender y cuestionar. Atacar a la prensa libre: Los medios que critican a estos líderes son señalados como "enemigos" o "mentirosos". Milei los llama "la casta periodística" y los acusa de "propaganda del terror". Trump popularizó el término "noticias falsas" para desacreditar a cualquier periodista que lo cuestionara. Bolsonaro fomentó un ambiente donde los periodistas eran acosados ​​y amenazados. Esto no es solo un ataque a la prensa; es un ataque a tu derecho a estar informado por fuentes independientes, no por voces del poder. El Escándalo del “Patrullaje en Redes” de Milei Lo más alarmante en Argentina es una práctica moderna y siniestra: el “patrullaje en redes” promovido por Milei y su equipo, como su operador en redes, Santiago Viola. Este “patrullaje” no es un juego: es una estrategia para que los seguidores del gobierno espíen, capturen y denuncien públicamente a cualquiera que critique, haga un meme o simplemente exprese una opinión distinta en plataformas como Twitter/X. Es una vigilancia orquestada desde el poder, pero ejecutada por ciudadanos convertidos en delatores. 

 ¿Qué tiene de peligroso?Fomenta la delación ciudadana: Imaginate que tu vecino, tu compañero de trabajo o un desconocido te denuncia por un tuit. Esto recuerda a los peores momentos de regímenes autoritarios, donde la gente vivía con miedo de ser traicionada por sus propios pares. Crea un clima de terror digital: Si sabes que un comentario en redes puede hacer que te expongan públicamente, te insulten en masa o incluso te amenacen, ¿te animás a opinar? Esto es autocensura: te callás para evitar el acoso. Milei mismo participa en esto, compartiendo críticas o burlas a opositores, dando luz verde al linchamiento digital. Es persecución política disfrazada: No hace falta que el gobierno mande a la policía; sus seguidores hacen el trabajo sucio, señalando y atacando a cualquiera que se oponga. Esto no es libertad; es intimidación organizada. Alimenta el odio: Los usuarios señalados enfrentan una avalancha de insultos y amenazas de los “patrulleros” digitales. Esto no es debate; es violencia en las redes, impulsada desde el poder. Un peligro para todos.


Estas prácticas no son solo un problema para los que están en política; nos afecta a todos. Si no podés protestar sin que te tilden de delincuente, si no podés aprender una historia completa en la escuela, si no podés confiar en la prensa porque la demonizan, y si no podés escribir un tuit sin miedo a que te “patrullen”, entonces no sos libre. La extrema derecha no solo quiere gobernar; Quiere controlar cómo pensás, cómo hablás y cómo vivís.

El “patrullaje en redes” de Milei es un ejemplo descubierto de este control. Es un intento de convertir a los ciudadanos en espías del gobierno, vigilando y castigando a sus propios vecinos por pensar diferente. Esto no es defensor de la libertad, como dice Milei; es construir una sociedad donde el miedo reemplaza al debate, donde disentir es un riesgo y donde la democracia se convierte en una cáscara vacía. 

Un llamado a la acción No podemos quedarnos de brazos cruzados. La democracia no es solo votar cada cuatro años; es pelear todos los días por nuestro derecho a hablar, a protestar, a aprender ya informarnos sin miedo. La extrema derecha, con sus tácticas de represión y vigilancia, apuesta a que nos cansemos, a que nos callemos, a que tengamos miedo. Pero no podemos dejar que ganen. Hay que denunciar estas prácticas, apoyar a los medios independientes, defender la educación pública y, sobre todo, seguir hablando, escribiendo y protestando. Cada voz que se levanta es un golpe contra el miedo que quieren imponer. 

No se trata de izquierda o derecha; se trata de defender lo que nos hace humanos: la libertad de pensar y expresarnos. Si dejamos que la extrema derecha, con Milei a la cabeza, normalice la vigilancia, la censura y el acoso, estaremos entregando nuestra democracia en bandeja. No permitamos que el miedo nos gane. ¡Levantemos la voz, ahora! 

 

Líderes del siglo XXI:

 Líderes del siglo XXI


: cómo capturan el Estado y lo convierten en su instrumento de poder

En pleno siglo XXI, mientras se proclama la defensa de la democracia, los derechos humanos y las instituciones republicanas, una ola de líderes con perfiles autoritarios, personalismos extremos o discursos polarizantes ha llegado al poder —y lo que es más preocupante, muchos logran consolidarse en él por años o incluso décadas.

No se trata de una ideología específica. Hay conservadores, populistas de izquierda, neoliberales extremos y socialdemócratas tácticos. Pero todos comparten una estrategia común: la colonización del Estado para construir una maquinaria de poder real que les garantice control, impunidad y continuidad.

Desde Vladimir Putin en Rusia hasta Xi Jinping en China, pasando por Donald Trump, Cristina Kirchner, Pedro Sánchez, Recep Tayyip Erdoğan, Benjamin Netanyahu, Nicolás Maduro y más recientemente Javier Milei en Argentina, el fenómeno es global. Cada uno, con sus matices, ha logrado neutralizar o someter los contrapesos institucionales. Y muchos, incluso después de dejar el poder, continúan ejerciendo una gravitación decisiva sobre el Estado.

¿Qué tienen en común estos líderes?

La respuesta es más profunda de lo que parece. No se trata solo de sus gestos autoritarios, de sus redes clientelares o de sus modos agresivos de comunicación. Lo que los define es su capacidad para fundirse con el aparato estatal, convertirlo en extensión de su voluntad y evitar que el sistema político pueda regenerarse.

Estos líderes no gobiernan dentro del Estado: lo transforman en su herramienta. Desde allí disciplinan a jueces, compran lealtades parlamentarias, controlan medios públicos, cooptan organismos independientes y multiplican favores a través de contratos, subsidios o empleos públicos. A la vez, persiguen opositores o críticos, ya sea con mecanismos legales (como el lawfare o la reforma judicial a medida), con aparatos de propaganda o con estrategias de persecución económica.

Una vez consolidado, este esquema se convierte en una jaula institucional: aunque el líder caiga, la estructura persiste. Los funcionarios fieles siguen, los medios aliados siguen, los operadores judiciales siguen, y el relato instalado durante años queda flotando como sentido común.

El método: enemigos, épica y simplificación

Gran parte del éxito de estos dirigentes reside en su manejo del discurso. Ya no apelan a grandes planes racionales o ideas complejas. Usan frases cortas, apelan al enojo social, dividen el mundo entre “nosotros y ellos” y construyen épicas de confrontación.

Putin lo hace con el nacionalismo ruso y el “asedio occidental”. Xi Jinping con la restauración del “gran orgullo chino”. Trump con la idea de “Make America Great Again” contra inmigrantes y progresistas. Cristina Fernández lo ha hecho posicionando al kirchnerismo como víctima de los “poderes concentrados”. Pedro Sánchez ha tensado los límites institucionales con pactos de gobernabilidad que dividen a España entre “progresistas o ultraderechistas”.

Milei, por su parte, eleva la agresividad a un nuevo nivel, no sólo insultando adversarios sino también atacando instituciones fundamentales (como universidades, salud pública o medios) en nombre de la “libertad”. Pero esa libertad se traduce en concentración del poder bajo su figura.

El discurso está diseñado para polarizar y anular el debate. Si estás en contra, sos enemigo. No hay grises. Esto impide el disenso legítimo, deteriora el pluralismo y convierte la política en un espectáculo de lealtades ciegas.

La captura institucional

Pero el verdadero núcleo del problema está en cómo se capturan las instituciones republicanas. Veamos algunos ejemplos:

Putin ha reformado la Constitución para perpetuarse en el poder y eliminar opositores, como lo muestra el caso Navalni. Rusia, bajo su régimen, dejó de ser una democracia incluso formal.

Xi Jinping eliminó el límite de mandatos y ejerce un control total del Partido Comunista, del ejército y de la información. China es hoy el mayor Estado de vigilancia digital del planeta.

Erdoğan purgó el poder judicial, la prensa y las fuerzas armadas tras el intento de golpe en 2016. Su control es casi total, en nombre de la seguridad nacional.

Maduro, en Venezuela, eliminó la división de poderes, desmanteló el Congreso opositor y controla el aparato electoral. Es un Estado al servicio de la permanencia en el poder, no de sus ciudadanos.

Cristina Fernández de Kirchner, durante su presidencia y aún después, moldeó el poder judicial, el Congreso y la estructura estatal para consolidar una red de lealtades. Incluso fuera del poder formal, mantiene influencia a través de funcionarios, gobernadores, movimientos sociales y medios aliados.

Pedro Sánchez ha sido señalado por pactos con fuerzas secesionistas o nacionalistas a cambio de gobernabilidad, tensando el equilibrio institucional español, con concesiones que en otro contexto habrían sido escandalosas. La crítica no es sólo de derecha: también proviene de exdirigentes de su propio espacio.

Trump, aunque no logró consolidar el control institucional, sentó un precedente brutal: mintió abiertamente, alentó una insurrección y creó una base de fanáticos que aún hoy sostiene teorías conspirativas sin pruebas. Su figura demuestra que la democracia también puede morir en manos del voto popular.

Netanyahu ha utilizado su poder para sostenerse incluso con múltiples causas judiciales encima, apelando al miedo constante del conflicto con Palestina y a alianzas con fuerzas ultraconservadoras.

Milei, en pocos meses, intenta refundar el Estado como un campo de batalla ideológico. Pero lo hace debilitando ministerios, concentrando decisiones y neutralizando cualquier espacio que lo contradiga, mientras profundiza la desigualdad. Su obsesión con “eliminar la casta” ha derivado en una consolidación personalista inédita para un gobierno tan reciente.

¿Por qué siguen ganando? ¿Por qué los votamos?

La pregunta que incomoda: si tantos son autócratas, ¿cómo es que logran apoyo popular?

La respuesta está en la crisis de representación, la desigualdad y el fracaso del sistema anterior. El neoliberalismo dejó países quebrados. El progresismo dejó corrupción. Las democracias delegativas —donde el ciudadano solo elige y no participa— perdieron legitimidad.

En ese vacío, estos líderes ofrecen certezas. Simplifican lo complejo. Canalizan bronca. Apelan a lo emocional. Y en un mundo dominado por redes sociales y algoritmos que premian el escándalo, la serenidad se vuelve invisible.

Además, muchos votantes no buscan un estadista: buscan un vengador. Alguien que castigue a quienes “les arruinaron la vida”. Y eso es caldo de cultivo para el autoritarismo.

La trampa invisible: el Estado cautivo

Una vez que estos líderes moldean el Estado a su medida, ya no basta con sacarlos del poder. Porque el verdadero poder no está solo en la presidencia: está en las redes clientelares, en la Justicia colonizada, en los medios afines, en las fuerzas de seguridad, en los relatos impuestos por años.

Cristina, por ejemplo, aún fuera del Ejecutivo, continúa influenciando jueces, intendentes, legisladores y militantes. Maduro sostiene un país en ruinas con apoyo armado y diplomático. En China o Turquía, oponerse al gobierno puede significar cárcel. Incluso en democracias como EE.UU. o España, la polarización ha generado un bloqueo institucional casi permanente.

Desmontar esas estructuras es mucho más difícil que ganar una elección.

Conclusión: no es solo un problema de líderes

Este fenómeno no puede analizarse solo como un desfile de egos peligrosos. Es la consecuencia de un sistema que dejó de ofrecer alternativas confiables. Mientras la política no recupere su capacidad de resolver problemas reales y de inspirar confianza, seguiremos atrapados entre el cinismo y la obediencia ciega.

Y si no desmontamos estos sistemas, lo que se instala no es solo un mal gobierno: es una cultura política enferma, donde el ciudadano ya no espera justicia, sino milagros.

UN RETROCESO DEMOCRATICO

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