Resiliencia argentina: ¿superpoder o maldición?
En el panteón de las palabras de moda, “resiliencia” brilla como estrella pop. Los aplaudimos, los tatuamos en nuestras remeras, los convertimos en el lema no oficial de la Argentina. Y cómo no, si aquí ser resiliente es casi un requisito para el DNI, justo después de “saber bailar en una baldosa” y “dominar el arte de estirar el sueldo como chicle”.
Cada crisis económica, cada promesa rota, cada nuevo “plan platita” que se desinfla como globo pinchado encuentra al argentino de a pie arremangándose, sacando el MacGyver interior y reinventándose con una creatividad que solo el hambre y la bronca pueden despertar. Pero, ojo, hagamos la pregunta incómoda: ¿es la resiliencia una virtud épica o una resignación disfrazada de heroísmo? Porque, somos sinceros, a veces parece que en vez de resilientes, somos expertos en el noble arte de “bancársela”.
La historia reciente de Argentina es como una serie de Netflix con demasiadas temporadas y guionistas mediocres: tropiezos institucionales, errores económicos que parecen escritos por un mono con una calculadora, y una corrupción tan estructural que ya parece parte del ADN nacional. La inflación, esa villana implacable, se vienen los sueldos, los sueños y hasta las ganas de hacer aviones a más de dos semanas. Los grandes proyectos de desarrollo nacen con pompa, pero mueren en la cuna, asfixiados por internas políticas o improvisaciones que harían sonrojar a un estudiante de primer año de economía. Cada gobierno llega con la promesa de “ahora sí, reembolsamos el país”, pero termina entregando más de lo mismo: marketing, frases vacías y un ticket de ida al próximo desencanto.
Y sin embargo, ahí está el argentino, como superhéroe sin capa, resistiendo. El almacenero que cambia de rubro como quien cambia de canal. La docente que sostiene la escuela pública con puro amor propio y un sueldo que no alcanza ni para el café. El joven que sueña con emigrante, pero igual va a votar con la ilusión de que esta vez no lo van a estafar (spoiler: suele pasar). Esa capacidad de no rendirse es tan celebrada que hasta los políticos, sin un gramo de vergüenza, la usan como medalla: “¡Qué pueblo fuerte tenemos!”, dicen, mientras brindan con champagne en sus burbujas de privilegio, sin mover un dedo para que ese pueblo no tenga que ser tan “fuerte” todo el tiempo.
Pero cuidado, porque este culto a la resiliencia tiene un lado oscuro más turbio que el Riachuelo. Si el pueblo “todo lo aguanta”, entonces todo se le puede exigir. ¿Protestas? “Exagerados”. ¿Reclamamos? “Ya vendrán tiempos mejores, paciencia”. Es como si nos hubieran convencido de que vivir en ruinas es parte de nuestra identidad, como el mate o el dulce de leche. Algún escritor dijo una vez: “Los argentinos somos especialistas en vivir en ruinas, pero con dignidad”. Y sí, está lindo para un tuit, pero ¿de verdad queremos ser los campeones mundiales de la supervivencia? ¿O preferimos, no sé, un país donde no haya que ser Houdini para llegar a fin de mes?
La clase dirigente —salvo honrosas excepciones que se cuentan con los dedos de una mano— parece atrapada en un reality show de egos, donde el premio es seguir pateando los problemas para el próximo gobierno. Construir consensos, trazar políticas de Estado o rendir cuentas con seriedad suena tan utópico como encontrar un bondi vacío en hora pico. Pero no todo es culpa de ellos: la ciudadanía también tiene su parte, porque seguimos apostando, elección tras elección, por los mismos discursos reciclados o por mesías que prometen derribar “el sistema” mientras lo engordan desde adentro. Es como elegir siempre la misma pizza recalentada y sorprendernos de que sigue teniendo gusto a cartón.
La resiliencia nos trajo hasta aquí, sí, pero también nos está cobrando factura. No basta con ser los campeones del “me la rebusco”. Hay que dejar de romantizar el aguante y empezar a exigir un país previsible, justo, donde la política no sea un circo de promesas vacías. Basta de aplaudir al héroe anónimo que “sale adelante a pesar de todo”. Ese héroe merece un Estado que cumpla, no un diploma por soportar lo insoportable.
La verdadera fortaleza no está en esquivar crisis como si fuera un deporte olímpico, sino en exigir lo elemental :
- Previsibilidad : un sueldo que no se evapora antes del día 15.
- Justicia : que el que roba no termine de panelista en un talk show.
- Política con sentido : menos show de egos, más soluciones que no se desarmen como castillo de naipes.
Basta de confundir dignidad con resistencia. Un país serio no se construye con ciudadanos jugando al Tetris con las crisis, sino con instituciones que eviten que las crisis sean la norma. El cambio empieza cuando dejemos de aplaudir al que “se la rebusca” y empecemos a exigir el Estado que cumple .
Porque si seguimos celebrando la resiliencia sin preguntarnos por qué siempre es necesario, vamos a seguir atrapados en un bucle eterno de ilusiones rotas y nuevos comienzos. La fortaleza del argentino no puede seguir siendo el comodín de una política que juega al truco con cartas marcadas. El verdadero desafío es transformar esa resiliencia en exigencia, en conciencia cívica, en una ciudadanía que no se conforme con sobrevivir.
¿Vos también estás harto de escuchar “esto siempre fue así”? Entonces dejemos de ser los superhéroes de la crisis y empecemos a ser los villanos del statu quo. Porque ser fuerte no significa bancarse todo, sino plantarse y decir: basta de cuentos, queremos un país que funcione .
No hay comentarios.:
Publicar un comentario