Editorial – "No regales tu poder"
La democracia no se muere de un día para el otro. Se va desgastando, se va pudriendo desde adentro... cada vez que entregamos nuestro voto sin pensar, sin preguntar, sin exigir. Cada vez que votamos por costumbre, por miedo o por una promesa vacía. Cada vez que cambiamos nuestro poder por una migaja, una bolsa de mercadería, o una mentira bien maquillada.
Al depositar un voto, el ciudadano no solo elige personas, sino que transfiere un paquete de facultades complejas: la capacidad de legislar, de decidir sobre guerras, de moldear economías o de nombrar jueces cuyas sentencias durarán décadas. Sin embargo, rara vez se reflexiona sobre estas dimensiones. Las campañas electorales, reducidas a eslóganes y promesas vagas, oscurecen el alcance real del poder que se delega. ¿Cuántos votantes saben, por ejemplo, que su voto presidencial también avala la designación de funcionarios que regularán desde el medio ambiente hasta los algoritmos de redes sociales?
Porque sí: el voto es poder. Y cuando votás, no estás haciendo un trámite, estás cediendo autoridad, estás dándole a alguien el derecho de decidir por vos, por tus hijos, por tu barrio, por tu futuro.
Y entonces hay que decirlo fuerte y claro: cuando votamos sin saber, sin conocer, sin entender a quién le damos ese poder, estamos traicionando a la democracia. La convertimos en una farsa, en una pantomima donde los vivos de siempre siguen manejando los hilos mientras el pueblo aplaude o sobrevive.
Esta desconexión no es casual. Sistemas políticos intrincados, discursos mediáticos simplificadores y la urgencia de ganar elecciones fomentan una visión superficial del poder. Los ciudadanos, abrumados por la desinformación o la apatía, suelen subestimar cómo una mayoría parlamentaria puede reformar constituciones o cómo un líder puede concentrar facultades de emergencia. El caso de líderes que, una vez electos, distorsionan instituciones —desde Trump hasta Maduro— revela los riesgos de una delegación ingenua
Ya basta de votar al que más afiches tiene. Basta de creer en el que grita más fuerte o promete lo imposible. Basta de caer en las trampas de los punteros que solo aparecen cuando hay elecciones.
Si queremos un país distinto, una ciudad distinta, tenemos que empezar por nosotros. Tenemos que informarnos, cuestionar, dudar. No se trata de votar por odio, por bronca, o por costumbre. Se trata de votar con conciencia, con dignidad, con memoria.
El poder, en su esencia, es un pacto social: un préstamo temporal que la ciudadanía otorga a sus representantes mediante el voto. Desde Rousseau hasta Foucault, filósofos y teóricos han debatido su naturaleza. Pero en las elecciones modernas, este acto se ha convertido en una paradoja: entregamos autoridad sin siempre comprender su magnitud, sus límites o sus riesgo
La solución no es dejar de votar, sino votar con conciencia. Esto exige:
Educación cívica crítica: Enseñar no solo cómo votar, sino cómo se ejerce el poder, cómo se fiscaliza y qué mecanismos existen para revocarlo.
Transparencia radical: Exigir que las campañas detallen no solo promesas, sino los marcos legales que usarán, sus alianzas y sus límites éticos.
Participación continua: Convertir las elecciones en un punto de partida, no de llegada, usando herramientas como veedurías ciudadanas o consultas vinculantes.
La democracia no es un ritual estático, sino una conversación permanente entre gobernantes y gobernados. Delegar poder sin entenderlo es como entregar una llama sin controlar su combustión: puede iluminar o incendiar todo a su paso. La verdadera soberanía no reside en votar cada cuatro años, sino en saber qué hacemos con el poder que prestamos… y cómo recuperarlo si traiciona su propósito.
Porque si no entendemos el valor de nuestro voto, otros sí lo van a entender... y lo van a usar en contra nuestra
Conclusión: El poder es un fuego que no se puede entregar sin vigilancia
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