viernes, 23 de mayo de 2025

La Revolución de Mayo y el espejo del presente argentino

 

Editorial: La Revolución de Mayo y el espejo del presente argentino

Cada 25 de mayo, la Argentina vuelve la mirada hacia aquel hito fundacional de 1810: la Revolución de Mayo. No es solo una fecha en el calendario o un acto escolar con escarapelas. Es, o debería ser, una oportunidad para reflexionar sobre el espíritu de un pueblo que, enfrentado a la incertidumbre y al poder concentrado, eligió el camino de la autodeterminación. Hoy, en un país que atraviesa desafíos estructurales y redefiniciones políticas profundas, es legítimo preguntarse: ¿qué lecciones pueden rescatarse de aquel momento fundacional?

La Revolución de Mayo no fue un acto de improvisación ni una gesta meramente romántica. Fue el resultado de tensiones acumuladas, de una economía asfixiada por el monopolio español, de ideas ilustradas que llegaban desde Europa y de una sociedad criolla que empezaba a pensarse con voz propia. Aquellos hombres y mujeres que impulsaron la Primera Junta no sabían con certeza qué país estaban pariendo, pero sí sabían que ya no querían seguir siendo súbditos sin voz.

En la Argentina actual, donde los debates giran en torno a la soberanía económica, el rol del Estado, la distribución de la riqueza, la educación, y la calidad democrática, la Revolución de Mayo ofrece un mensaje esencial: los grandes cambios no se logran sin coraje cívico, sin cuestionar los privilegios ni sin ensanchar los márgenes de participación popular.

Hoy enfrentamos otra forma de colonialismo, no impuesto desde imperios lejanos, sino desde estructuras económicas globales que muchas veces imponen condiciones al desarrollo nacional. En ese contexto, volver al espíritu de Mayo implica pensar una Argentina más autónoma, más equitativa, más solidaria. Implica entender que la libertad no es solo formal —votar cada tanto o expresar opiniones—, sino concreta: poder acceder a salud, trabajo, educación y justicia.

También hay una advertencia: la Revolución de Mayo no fue unánime ni libre de conflictos. Hubo disputas internas, resistencias, traiciones y exclusiones. Recordarlo nos obliga a comprender que los procesos de transformación no son lineales ni cómodos, y que la democracia —como entonces— se fortalece en la diversidad y el debate, no en el pensamiento único ni en la cancelación del otro.

En este nuevo ciclo histórico, donde se habla de refundaciones y rupturas, que el ejemplo de 1810 sirva no como nostalgia sino como brújula. Que inspire más construcción que destrucción, más acuerdos que imposiciones, más ciudadanía activa que espectadora.

Porque la verdadera independencia, como en Mayo, no se decreta: se construye día a día, con memoria, con conciencia y con la voluntad de hacer un país donde el “pueblo quiere saber de qué se trata” no sea una consigna antigua, sino una exigencia viva.

Profundizar en los problemas estructurales que enfrenta la Argentina hoy —la persistente “grieta”, el clientelismo político, la inflación crónica y las crecientes desigualdades— implica desentrañar una compleja trama histórica, política, económica y cultural que no nació de un solo momento, pero que se ha profundizado peligrosamente en las últimas décadas.


1. La grieta: un país partido en dos

La llamada grieta no es simplemente una diferencia ideológica entre sectores políticos. Es la cristalización de un conflicto más profundo: dos visiones de país que rara vez logran dialogar. Se ha convertido en una lógica binaria que impide la construcción de consensos duraderos. Esta división no surgió de la nada. Se forjó con fuerza en el siglo XXI, pero tiene raíces más antiguas: unitarios y federales, peronismo y antiperonismo, ciudad y campo.

El problema actual es que la grieta ya no es solo discursiva: se traduce en políticas pendulares, desconfianza mutua, y una ciudadanía atrapada en una lógica de “ellos o nosotros”. Esta polarización erosiona instituciones, paraliza reformas necesarias y profundiza el desencanto con la política.


2. El clientelismo: una democracia degradada

El clientelismo político —la utilización de recursos públicos para garantizar lealtades políticas— ha sido uno de los grandes venenos de la democracia argentina. Lejos de ser una práctica marginal, ha sido una herramienta sistemática, especialmente en contextos de pobreza estructural.

El problema no es solo ético. El clientelismo distorsiona el sentido de ciudadanía: convierte derechos en favores y socava la meritocracia y la institucionalidad. Crea una dependencia crónica entre el Estado y sectores vulnerables, lo cual reproduce la exclusión en lugar de superarla. Además, frena el desarrollo de políticas públicas universales y eficaces, ya que privilegia la administración del síntoma por sobre la solución del problema.


3. Inflación: el impuesto a los pobres

La inflación en Argentina no es un fenómeno nuevo, pero en los últimos años ha escalado a niveles dramáticos. Se trata de un fenómeno multicausal, que incluye:

  • El déficit fiscal crónico financiado con emisión monetaria.

  • La falta de confianza en la moneda local.

  • La ausencia de un plan macroeconómico sostenible y consensuado.

  • El endeudamiento externo mal gestionado.

  • Una estructura productiva frágil, con bajo valor agregado.

La inflación no solo empobrece, sino que genera una sensación constante de inestabilidad e incertidumbre. Destruye el ahorro, desalienta la inversión y pulveriza los ingresos, especialmente de los sectores más vulnerables. Es, como se dice, el “impuesto más injusto”.


4. Desigualdades crecientes: más allá del ingreso

La desigualdad en la Argentina no se limita a la distribución del ingreso. Es territorial (el AMBA no es igual al NOA ni al NEA), es educativa, es digital, es de acceso a la salud y a servicios básicos. La pobreza infantil, que supera el 60% en algunas regiones, es un indicador dramático de una sociedad que, pese a sus recursos, ha fracasado en construir una red de oportunidades equitativa.

Las políticas públicas, muchas veces, han sido más reactivas que transformadoras. En lugar de atacar las causas estructurales de la desigualdad —educación de calidad, empleo formal, desarrollo productivo regional— se han multiplicado políticas de contención que, si bien necesarias, no pueden ser el eje de un proyecto de desarrollo.


¿Cómo salir de este laberinto?

No hay soluciones mágicas. Pero hay algunas certezas:

  • Sin acuerdos básicos entre las principales fuerzas políticas, ningún programa económico será sostenible.

  • Sin un Estado más eficiente, transparente y al servicio de todos, el clientelismo seguirá distorsionando la democracia.

  • Sin una economía que genere valor, empleo formal y estabilidad macro, la inflación seguirá licuando todo intento de progreso.

  • Y sin una ciudadanía activa, crítica, informada y comprometida, ninguna dirigencia tendrá el incentivo para hacer los cambios de fondo.

La Revolución de Mayo enseñó que los grandes virajes requieren voluntad colectiva y coraje político. Hoy, quizás más que nunca, Argentina necesita recuperar ese impulso fundacional, pero adaptado a los desafíos del siglo XXI. No para repetir la historia, sino para no resignarse a seguir atrapados en sus peores ciclos.


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