Análisis con un toque de humor: ¿Por qué en Argentina festejamos récords mientras los precios nos hacen un golazo?
Argentina, ese país donde el asado es religión, el mate es terapia y los récords son como los colectivos: llegan todos juntos, pero no siempre te llevan a donde querés. Nos ponemos la camiseta y salimos a festejar cuando el campo rompe marcas de cosechas, cuando el gobierno anuncia recaudaciones millonarias, cuando alguna empresa exporta como si no hubiera un mañana, o cuando un deportista nos hace gritar ¡Vamos, Argentina! en un mundial o un torneo de tenis. Pero, como dice el tango, “la realidad es un cambalache”: mientras unos baten récords, el ciudadano de a pie sigue corriendo atrás de los precios, con el sueldo más estirado que chicle de bazooka. ¿Qué pasa, che? Vamos a desmenuzar este fenómeno con un poquito de humor, porque si no nos reímos, lloramos.
Récords que no llegan al barrio. Empecemos por el campo. Cuando la soja, el maíz o el trigo rompen la calculadora, los titulares gritan: ¡Récord histórico de cosecha!. Parece que vamos a bañarnos en dólares, pero en el supermercado el pan sigue costando como si fuera de oro. ¿Y cuando el campo tiene un mal año? Tampoco se nota: los precios no bajan, el asado sigue siendo un lujo y el mate amargo sabe igual. Es como si el campo viviera en una galaxia paralela, donde los registros no tienen Wi-Fi para conectarse con la vida del ciudadano común.
Lo mismo pasa con la recaudación del gobierno. ¡Registro de ingresos fiscales! anuncian con bombos y platillos. Uno espera que con tanta guita entrando, las calles se pavimenten solas, los hospitales brillen como en Grey's Anatomy y las escuelas tengan aire acondicionado. Pero no. La plata parece evaporarse como el agua en el desierto, y nosotros seguimos esquivando baches, haciendo malabares para pagar la luz y rezando para que el bondi llegue a horario.
¿Y las empresas que exportan como si fueran Amazon? Genial, exportan millones, pero en la góndola del super el aceite cuesta como un perfume francés. Parece que los dólares de las exportaciones se van de viaje y no vuelven. Mientras tanto, el ciudadano común mira los precios como quien mira una película de terror: con los ojos bien abiertos y el corazón en la boca.
El dólar y los precios: un amor tóxico. Hablemos del dólar, ese personaje que siempre está en el centro de la escena. Cuando sube, los precios se disparan como si tuvieran cohetes. “Es por el dólar”, te dicen en el almacén, en la verdulería, hasta en la peluquería. Pero cuando el dólar baja, como ahora, los precios se hacen los distraídos. Es como si tuvieran amnesia selectiva: ¿Bajar? ¿Quién, yo? ¡Ni loco!. Así, mientras el dólar hace una montaña rusa, los precios siempre eligen quedarse en la cima.
Y la inflación, sí, la inflación. Nos dicen: ¡Bajó al 2% mensual! y sacamos los pochoclos para festejar. Pero seis meses después, mirarás la boleta del super y los precios se duplicaron. Es como si la inflación jugara al truco: te canta un “envido” bajito, pero en la mano final te clava un “quiero vale cuatro”. Mientras tanto, los sueldos suben en escalera y los precios en ascensor. ¿Resultado? Cada vez compramos menos con lo mismo, y el sánguche de milanesa pasa de ser un derecho humano a un sueño inalcanzable.
¿Por qué festejamos, entonces?. Acá está el misterio: ¿por qué seguimos brindando por récords que no nos cambian la vida? Tal vez porque somos argentinos, y si no encontramos algo para festejar, nos lo inventamos. Ganamos un mundial, un Grand Slam, el vecino se compró un auto nuevo, y ya estamos descorchando. Es nuestra forma de gambetear la realidad, como si fuéramos Messi en el área chica. Pero mientras brindamos, los precios nos hacen un caño y nos meten un gol de chilena.
En el fondo, este comportamiento “raro” es parte de nuestro ADN. Vivimos en un país donde todo es un subibaja: la economía, el humor, hasta el clima. Aprendimos a surfear las olas de la incertidumbre con una sonrisa, porque si nos ponemos serios, no salimos de la cama. Pero no estaría mal empezar a preguntarnos: ¿y si los récords también nos incluyen a nosotros? ¿Y si la próxima vez que el campo, el gobierno o las empresas rompen marcas, un poquito de esa alegría llega al bolsillo del laburante?
Un país medio raro, pero nuestro. Argentina es un país donde los récords son como los ravioles del domingo: todos los celebran, pero no siempre alcanzan para todos. Mientras las grandes empresas y el gobierno se sacan selfies con sus trofeos, el ciudadano común sigue remando en dulce de leche, con el sueldo que no rinde y los precios que no aflojan. Pero, como buenos argentinos, seguimos adelante, con humor, con compañeros y con la esperanza de que algún día los récords no sean solo para los diarios, sino para todos.
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